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viernes, 12 de enero de 2018
LA OTRA REPÚBLICA DOMINICANA (Fragmento)
Escribe: Rogger Alzamora Quijano
Cuando busqué un lugar tranquilo y apropiado para corregir un libro, me sorprendió ver fotografías de Juan Dolio. Como mucha gente siempre asocié inconscientemente República Dominicana con Punta Cana. Prefiero evitar lugares demasiado turísticos y las playas per se. Fue así como propuse Juan Dolio para ser punto de reunión entre el autor del libro, el traductor y yo, convencido por Tripadvisor. Me pareció que sería el lugar perfecto para la misión. Santo Domingo está lleno de lugares encantadores, buena parte de ellos en la costa menos accesible: Puerto Plata, Nagua y Samana. Un poco lejos para nosotros, que debíamos ganarle tiempo al tiempo.
Arribé al aeropuerto Las Américas a medianoche. Pequeño, en relación a otros de la región, lucía casi desierto, pero con una temperatura agradable. Me recogió Carlos en su minivan. Cincuenta minutos más tarde nos desviábamos desde la Autopista Las Américas hacia la derecha, por un breve y polvoriento camino, rumbo a Juan Dolio. Algunas edificaciones que luego de su auge y fracaso se están volviendo a emprender entre los resorts tipo Barceló, Hemingway, Costa del Sol, Sun Village, Guabaverry, etc, se alzaban, igual que el blanquísimo complejo de tres edificios, de unos quince pisos cada uno, en el Boulevard de Juan Dolio: Condominio Marbella. Carlos se detuvo en la puerta del número tres. Me acompañó hasta el piso nueve. De los tres era el primero en llegar. En la sala estaba somnoliento monsieur Laurent, un francés afincado en Santo Domingo, propietario de un par de apartamentos en este complejo. Mi contratante ya había coordinado todo con él, así que Laurent se limitó a darme la bienvenida y entregarme las llaves. Una vez solo, recorrí las amplias habitaciones y la terraza. Enfrente, un tranquilo Mar Caribe en nocturno esplendor. Todavía tenía en las manos el inventario de muebles y las reglas de convivencia del condominio. No era mi asunto, así que lo dejé sobre la mesa y salí a la terraza y me senté a fumar.
Después de seis de los nueve días que estaría en el país trabajando a horario completo, terminamos la tarea. Por las noches, indefectiblemente bajábamos a tomar un trago en Coco's Bar y a ganar el mar o la piscina, ambas tibias y deliciosas. Por las mañana me levantaba antes de las seis para trotar un poco por los predios aledaños. El día siete fuimos los tres a Santo Domingo en un taxi. La primera impresión fue la misma que estoy seguro tuvieron los hombres de Colón: un lugar precioso, mucho calor y excesiva humedad. El Parque Colón, Plaza de la Catedral o Plaza Mayor, atiborrada de frondosos árboles y restaurantes deja ver una esquina para la Catedral, viejísima y acondicionada con vidrios -para evitar a los fieles el suplicio del excesivo calor durante los oficios-. La vieja Catedral es fabulosa. Unos pasos a la izquierda, en el malecón del Río Ozama está, se dice, la Ceiba de Colón, el legendario árbol donde el aventurero habría atado sus carabelas. La Zona Colonial de Santo Domingo es indudablemente lo mejor que vimos. El Alcázar de Colón, el Museo de las Casas Reales, las calles El Conde y Las Damas, entre otros atractivos sumaron nuestra experiencia. Alguien nos sugirió ir al malecón para almorzar. La vista desde el restaurante Adrian Tropical es tan hermosa que hasta se esfuman las ganas de comer. En estos restaurantes turísticos el objetivo es el dinero del turista. Me bastó un recio mofongo, que no terminé. Pero nos gastamos dos horas en beber unas cuantas rondas de Néctar Caribe y Vodka Tropical. Al filo de las seis, decidimos regresar al centro. Tras ,una breve caminata tomamos un taxi de regreso a Juan Dolio. Esa noche, el autor del libro el y traductor emprendieron el retorno. Yo me quedé un par de días más.
Al día siguiente me alisté para ir a San Pedro de Macorís. Caminé dos kilómetros hasta la autopista, sin hacer caso de un hombre que me recomendó llevar paraguas. Craso error. La tormenta se desató antes que yo abordara el autobús. Ha sido una de las pocas veces que usar, como prefiero siempre, transporte público me jugó una mala pasada. El conductor, con la complicidad (o pasividad, da igual) de los pasajeros-testigos, terminó por timarme. Aprovechó que estaba más incómodo por mi ropa mojada y el sauna que se vivía dentro, que acabó cobrándome el equivalente a cinco dólares por un boleto, que en realidad cuesta uno. No fue todo: ya en San Pedro cometí otro error. Siguiendo la sugerencia de una página web, comencé visitando el Mercado Municipal: territorio de la sanguaza y las moscas y bichos que prefiero no describir, el desorden, el caos, que empeoró con el diluvio que discurría barroso por sus apocalípticos pasadizos.
Cuando por fin me senté en la terraza de mi ocasional palacete, en Juan Dolio, mientras aguardaba una nueva tormenta, tenía en mi balance mil razones para volver a Juan Dolio y República Dominicana, y una sola que no repetiré: el Mercado Municipal de San Pedro de Macorís.
Después de entregar las llaves a Laurent, me senté a esperar con un trago y unos cigarros, el que sería el conmovedor amanecer verde absoluto.
De: CUADERNO DEAMBULANTE Derechos Reservados Copyright © 2017 de Rogger Alzamora Quijano
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