En efecto, el odioso azar parecía haber aglutinado lo más perverso en una sola mujer. Cuando la conoció pudo percibir algo extraño, indudablemente funesto, impregnado en el perfume que la precedía.
— No tengo que sacar un clavo con otro— Le dijo a Leo, a modo de deserción, pero este no le hizo caso.
Mala C estaba en la cima de su belleza. Casi rosada de tan blanca que era, vivaz, abundante, provocadora, de rasposa carcajada y verbo bravucón. A él no le importó. Total, para una breve aventura como esa no había que ser tan exigente. Sin entender cómo, fue adaptándose a su burdo refinamiento. Y continuó otro día más. Y otra semana, y otro mes. Cuando ya no pudo más, trató de cortar por lo sano. Mala C no lo soportó, intentó abofetearle. Creyó haberla calmado posponiendo la conversación para mañana, aunque notó un súbito rictus hasta entonces desconocido. Al día siguiente, cuando llegó a trabajar —como de costumbre, diez para las ocho— el guardián lo paró en seco.
— Orden del jefe. Dice que espere aquí. Él lo va a llamar.
Un par de horas más tarde, tras una lista de graves infundios que Borda le enumeró ante su estupor, fue despedido. Pero aquello sería apenas el primer capítulo de la pesadilla. Le siguieron más infamias, procesos judiciales y abogados. Durante dos años tuvo que cruzarse con ella en los tribunales, ante fiscales y jueces corruptos, manifiestamente pasmados ante su pendenciera vestimenta. Nada dura para siempre, y la larguísima noche acabó porque tenía que acabar.
Ayer martes, después de catorce años, una súbita náusea lo remeció en el supermercado. Mala C, ya sin rastro de aquella innegable y turbia belleza de antaño, se apuraba por limpiarle los mocos a uno de dos niños discapacitados que iban con ella. Mala C, al descubrirlo, esquivó como pudo y se alejó trastabillando, apurada, roja y torpe de tanto sofoco y abandonando a medio camino su carrito de compras.
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