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lunes, 10 de junio de 2019
SOLEDAD
En aquél entonces, mediodía de la adolescencia, como quien se topa con un bebedero en plena estepa, te vi. Tus lentes, tu figura delgada y desvalida, entre la lectura de periódicos en el quiosco, mi desayuno callejero y la llegada del autobús.
Para dos seres difusos como nosotros, el miedo y la premura son dos venenos con ningún antídoto. Tenía que matarnos y lo hizo. Cierta mañana, un muchacho irrumpió en nuestro paradero. No le dimos importancia. Parecía un nosequién, aturdido, desprotegido. Le hablamos por conmiseración y hasta le invitamos una quinua con manzana y dos panes con tortilla. Se dejó auscultar con naturalidad. Era, en efecto, un perro apaleado.
Un miércoles no llegaste. Pensé que habías atrapado una gripe, como la mayoría de limeños en otoño. Te esperé en vano, casi hasta desfallecer, mientras veía cómo una y otra vez llegaban y se iban los autobús. Era yo el perro apaleado.
Meses después los vi a ambos, en un concierto a beneficio. De pronto se hizo silencio y conocí la soledad. Dijiste un lacónico hola, con una voz que trasuntó mi piel y congeló mis huesos. Él me hizo adiós con la mano. Respondí como pude. Clavado en el piso, mientras todos saltaban y coreaban las canciones, intenté convencerme de que no me debías nada. De reojo podía verte, extasiada o expropiada, no sé.
Logré evadir la curiosidad de mi madre por saber qué mosca me había picado. Después, tuve que lamer tu desplante hasta sangrar. Al fin, me acepté con toda mi carga de estupidez. Perdí el miedo y la necesidad. Me hice tributario del silencio, de esta lóbrega rutina que desde entonces cuido. Amo esta robusta precariedad.
Derechos Reservados 2019 de Rogger Alzamora Quijano
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Qué lindo! 🤙
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