La encontré furiosa, y más cuando se percató de que andaba amodorrado y con tufo a Ron Cartavio.
—Así no me vas a besar— amenazó, sin saber que estaba vaticinando el desenlace.
Se llamaba Élida. Era una morena seria, sabrosa, alta, delgada, de ojos marrones. Nos conocimos en el trabajo. Ella era secretaria, yo empleado administrativo. Nuestros escritorios estaban frente a frente y aunque por lo general nos esquivábamos, era imposible no toparnos algunas veces durante el día. Mi mala fama había corrido por cuenta de López, Chunga y Ríos, y todo debido a las continuas llamadas que Élida tenía que recibir antes de pasármelas. En un principio su actitud fue impertérrita, pero poco después pasó a ser hostil. Se dirigía a mí con monosílabos: "oiga", "tome", "llamada".
Una de las pocas veces que el Departamento de Personal en pleno se reunió, fue para celebrar el cumpleaños del gerente, señor Cisneros. Llegué tarde a la fiesta y, para disimularlo, apenas entré le pedí bailar a Nancy, la otra secretaria. Aceptó a regañadientes.
—¿Quién eres tú realmente, Sandro Martínez?— preguntó después de un minuto — No matas una mosca, pero dicen que eres un granuja.
Pensé que era una broma, pero cuando se detuvo y continuó encarándome, dejé mi estúpida sonrisa y le expliqué. Andaba huyendo de alguien que no aceptaba el fin de nuestra relación. Ah, y que no eran varias mujeres, sino una sola que me llamaba y se hacía pasar por varias.
—Pues eso díselo a Élida, porque está a punto de informar a Cisneros, a Herrera y hasta al mismo Teixidor, el Gerente General. Ya no puede más con tantas llamadas. Le quitan tiempo y no está haciendo bien su trabajo. Le han llamado la atención dos veces. Martínez, ponte las pilas porque te van a botar.
Le agradecí por el dato y por bailar conmigo, que en ese momento era bailar con la peste. Fui a tomar el toro por las astas.
Élida estaba sentada charlando con Diana, la secretaria de Gerencia.
—¿Me permites? Le extendí mi mano.
Me miró con estupor. Dudó. Buscó escapar, pero se encontró con los ojos de Nancy.
—Ely— le dijo —necesitas escucharle.
Salimos a la pista. Estaba nervioso y sin saber por dónde empezar.
Al final no fue una pieza, sino tres. Primero me disculpé por afectar su trabajo. Después le convencí de que no era un rufián como ella pensaba. La última salsa la disfrutamos sin hablar. Cuando terminó, y antes de que le pidiera seguir bailando, me dijo que tenía que irse. Faltaba poco para las once. Me ofrecí a acompañarla a tomar su taxi. Aceptó.
Afuera hacía un fresco agradable, así que caminamos hasta la esquina, seguimos otra esquina, otra, y así quince más. Hablamos de todo. De ella, de mí. Nunca hasta esa noche la había visto reírse a carcajadas. Media hora después llegamos a su casa.
Nos miramos sin decir palabra. Hice una venia y me di la vuelta.
—Llega temprano a la oficina, por una vez— le escuché decir.
—Ajá— respondí.
Antes de llegar a la esquina volví la vista. Estaba ahí, mirándome. Me hizo adiós con la mano y entró. Ya no regresé a la fiesta. Me fui caminando hasta mi casa con dos ideas en la cabeza.
Al día siguiente cité a Adela. Estaba decidido. Nos vimos en el café. Ella pidió helados y yo agua. Quería ser breve. Le expliqué por qué no había posibilidad de retomar nuestra relación. Había pasado un año, y en un año toda flama termina en cenizas. Compungida, aceptó. Al cabo de un rato salimos. Nos detuvimos para despedirnos, rompió en llanto. La abracé, para consolarla. Las cosas se calentaron, perdimos el control y acabamos en un hotel de por ahí.
Esa semana y las siguientes no recibí llamadas. Los días pasaron velozmente. Todo tiempo era insuficiente con Élida cerca. Los días siguientes fuimos tendiendo puentes. Nancy se dio cuenta de nuestras complicidades y predijo un romance.
Un sábado fui a casa de Élida. Al escuchar el timbre se asomó a la ventana y me pidió que la esperara un momento. Quince minutos estuve ahí, ensayando cuál sería la forma de exponer mis sentimientos sin que me rechazara apenas comenzar.
—¿Adónde vamos?
Buscamos un parque. Me detuve, le tomé la mano y le dije que la amaba. Élida ya lo esperaba.
Fui feliz a su lado. Era increíblemente natural y sencilla. La amé con todas mis fuerzas. Nos entregamos completamente y sin miedos. En la fábrica, se enteraron. Cisneros me llamó a su despacho para advertirme que cuidara mi trabajo.
Cinco meses después, la ya olvidada voz de Adela sonó al otro lado de la línea. Élida me transfirió la llamada sin disimular su molestia.
Adela fue breve. Estaba en la puerta de la fábrica.
—Solo será un par de minutos— traté de calmar a Élida.
Sí, fueron dos minutos. Adela estaba embarazada.
Esa noche busqué a Coco, le conté y se solidarizó emborrachándose conmigo. El sábado llamé a Élida para decirle que pasaría por su casa a las tres. Estaba enfadada. Yo no lograba controlar mi pulso, de tanto ron barato que había bebido.
— Así no me vas a besar— repitió, con una piadosa sonrisa.
Llegamos al Parque Kennedy. Eran las cinco. La miré profundamente y le conté toda la verdad. Ella no merecía un hombre con tantos problemas. Yo la amaba, pero no tenía derecho… Élida me interrumpió.
—¿Esa es tu noción de amor? No entiendo. Pero si has tomado tu decisión sin escucharme, no voy a esperar a que lo repitas.
Súbitamente estiró su mano, paró un taxi y se marchó, sin que yo pudiera hacer algo para detenerla.
Al día siguiente, renuncié al trabajo. Cisneros me escuchó.
— Lamento decir "te lo dije"— concluyó.
Fragmento extraído del libro:
Y ENTONCES Derechos Reservados © 2020 de Rogger Alzamora Quijano