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miércoles, 27 de marzo de 2019

LA VIDA



Guardo enorme gratitud a las estupendas personas que llegaron a mi vida. Ellas se fueron dejándome, por lo general, buenas enseñanzas, momentos épicos, abrazos imperecederos.

Se quedan las que significan el premio que la vida me da (por razones que desconozco). Los cuatro seres que han salvado mi vida. A ellos les debo todo: mi ver, mi caminar. Pensar, recordar, conocer, olvidar. El haber descubierto y comprendido mi raíz, mi tallo, mis ramas, mi sombra.

Celebro poder transmitir lo que sé, a quienes necesitan y quieren saber. Me reconforta ser capaz de conmoverme ante el dolor. Solidarizarme en la práctica, nunca con el discurso. Poder atar mi experiencia con cualquier historia y cualquier persona, porque toda vida se repite en los demás. Vivimos lo que antes otros han vivido ya.

Duermo tranquilo, y cuando quiero desvelarme lo hago gratificado por el insomnio, a veces para ver una película, para escuchar música o sentarme a fumar leyendo ante el fresco de la madrugada. Ver la primera luz, renovar mis promesas, recobrar el vuelo de mi espíritu. Beber un café, crear y deshacer. Planificar, soñar, esperar y perder, a cada instante.

Ya no me duelen las caídas ni me asustan las dudas.
Puedo fracasar mejor. Sostener un rojo intruso sobre el verde magnífico que ayer me conquistó.
Borrar y volver a empezar muchas veces.
Agonizar, y un rato después volver a comenzar.




Derechos Reservados Copyright 2019 de Rogger Alzamora Quijano

lunes, 11 de marzo de 2019

BALADA




La vio por primera vez camino al supermercado, por la avenida Las Flores, que moría en una glorieta frente al jardín de su casa. Se miraron con la efervescencia de los quince años. Ella, de cabello frondoso como un árbol, mejillas rosadas y honda mirada. Él, flaco y desgarbado, pelo largo, bozo y anteojos. Pura mirada, ni una palabra. Llegó el autobús. Se quedó mirándola trepar, como si un invisible clavo lo hubiese pegado al cemento. Se difuminó en la distancia. Esa noche y las siguientes repasó cada uno de sus movimientos, su ondulado caminar, el vuelo ligero de su falda ventilando sus flaquísimas piernas, su rostro volviéndose para mirarlo desde las gradas del autobús. Noches enteras a los pies del insomnio. Pero un día se cansó de esperarla y se embarcó en la resignación.

Cumplió los veintitrés entre carencias y angustia. Ese día César le contrató como camarero retén para los domingos en una finca en pleno desierto. Era un oasis con olor a café y boato. Desde muy temprano, el sol aplastaba con algo que parecía ser todo un mundo sobre la cabeza. Los recibió la patrona. Breve, imponente, de absoluto blanco, con un niño rubio, de dos o tres años atosigándola, llevaba gafas negras y un sombrero de ala ancha que parecía una corona sobre su cabeza. Hizo un leve gesto y se marchó. Algo quedó flotando. Era otra jugarreta del grosero calor. Nada más que eso.

Hubo mucho trabajo para complacer a los señores y las damas. A veces veía pasar a la patrona, riendo, de un ambiente a otro de la mansión. Sin duda, era una gran anfitriona. Desbordaba clase y distinción. Su marido, también de blanco impoluto, era más bien bajo junto a ella. De lejos se podía sentir su poder. A veces la abrazaba, otras la ignoraba. Ella no ofrecía blanco fijo. Iba y venía ágilmente, como si flotara. Mezcla de severa y afable, a veces pálida otras rosada. Insoportable con la servidumbre y mucho más alta de lo que en realidad era. Los invitados bebían y reían, acorralados por el soponcio. En el área de la piscina el vaho era mayor. Allí los bronces de aquellos cuerpos perfectos se derretían sin remedio.
Llegó la tarde, faltaba poco para terminar. A este lugar no volvería más. Todo ahí era insoportable. La patrona llegó para hablar con César. Luego les hizo formar fila y, sin razón alguna, les reprochó a viva voz, uno a uno. No a él. Pasó sin mirarlo. Todopoderosa, se marchó otra vez, flotando sobre sus dorados zapatos con lazo. A él le pareció una más de aquellas flores desmayadas sobre los floreros de cristal.

Faltando cinco para las cinco, apareció ella, siempre con el niño de marras, esta vez alzó sus lentes y lo miró fijamente. Descubrió su cara te la impertinente mata de negro cabello que se pegaba en sus dientes. Mientras lo miraba fijamente, ordenó.

-¡Empiecen a recogerlo todo y lárguense!- gritó. Luego se volvió a él.

—Chico, ¿cuál es tu nombre?

Su voz sonó imponente.

Ciertamente su otrora hermosa cabellera se había convertido en una otoñal hojarasca. Lejos estaba del festivo matorral que desafiaba al viento. Sus mejillas, ocultas bajo una capa de maquillaje, habían matado su frescura.

-Con permiso señora, debo terminar mi trabajo y largarme.




Fragmento extraído del libro: Y ENTONCES Derechos Reservados © 2020 de Rogger Alzamora Quijano