No señor, se equivoca.
Lo conozco mucho más que usted. A él la vida le dio la espalda, ahora él se cobrará la revancha. Sepa usted que su madre murió mientras él nacía y su padre no lo supo, por andar de tocachín. Debió llamarse Andrés como su abuelo y le pusieron Juan, como el padrino al que terminaría odiando. Ni siquiera había cumplido seis años cuando le hicieron responsable de las cuarenta cabras del padrino. Aún así, se daba tiempo para ayudar a Melchora a cocinar el arroz, servir la comida y lavar los platos. Era un buen cantante, aunque en el coro de la iglesia siempre le negaran el Mi. Cursó la primaria como el mejor en matemáticas. He de contarle, además, que en segundo de secundaria vio morir a Marisa, aquella niña pecosa que había conocido durante el baile de la primavera. Poco después, a los catorce, rechazó la oferta del padre Du Bois que quería llevarle con él a Bruselas. Yo lo conocí en los tiempos en que aún dormía en los canastos de la trastienda del mercado de frutas. Él con el violín y yo con ta guitarra, solíamos cantarle a la alevosía, mientras nos emborrachábamos con mezcal de noventa y sal de gusano. Así era él de leal. Silencioso, arisco y cauto, Juan siempre se enfrentó a su destino.
Ahora todos se creen con el derecho de juzgarlo. No señor, ni usted ni nadie lo conoce como yo. Creen que nació de pie, que todo le llovió del cielo. Haber vivido setenta años es una proeza para alguien como Juan. Y por eso mismo, se ha ganado el derecho de celebrarlo a su manera: con la muerte. Porque a un destino esquivo y traidor como el suyo, no se le concede nada.
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