miércoles, 30 de octubre de 2019
SALSA ROJA Y VINO TINTO
Solía llegar con cuatro tomates rojos y brillantes. Su desfachatez me hacía refunfuñar, pero pasaba a último plano cuando la imaginaba enfrente de su plato. Entonces me transportaba a la inequívoca ciudad de la felicidad, donde todo se reducía a salsa roja, carne y fideos.
El camino había sido largo. Comencé buscando la boloñesa exacta para su paladar, a partir del mío. Más tomates, menos; más zanahorias, menos. Primero con, y después sin, tocino. Tiempo de cocción, intensidad del fuego y algo a lo que no iba a renunciar: la carne previamente hervida en leche —irrefutable consejo de mi abuela—.
Complacerla valió cada intento, cada hora invertida en probar, descartar y empezar de nuevo. Meses en los que tuve ganas de quemar mi delantal. Tirar al tacho la salsa, con olla y todo, y terminar invitándole al mejor restaurante de pastas del mundo.
Tres o cuatro porciones de espaguetis, medio sorbo de tinto. Ese era su ritual. Diez minutos después, dos sorbos de agua, y a caminar por cuarenta minutos al Parque La Cruz.
Desde que se fue, ya no hago espaguetis en salsa boloñesa, pero todavía puedo verla extasiada ante el humeante plato.
Fragmento extraído del libro: Y ENTONCES Derechos Reservados © 2020 de Rogger Alzamora Quijano
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