miércoles, 24 de enero de 2018
LAS ESCALERAS DE VALDELOMAR
Escribe Rogger Alzamora Quijano
“En mi casa teníamos la biblioteca del escritor Abraham Valdelomar pues su madre, mi abuela, vivió hasta el día de su muerte con nosotros”, escribe en su libro La vida sin dueño, Fernando de Szyszlo, muerto recientemente, el 9 de Octubre de 2017 a los 92 años.
El deceso del insigne pintor, presuntamente al caer de las escaleras de su casa sanisidrina, me remontó a una noche ochentera en la mesa de un bar en Plaza San Martín, cuando Paco Bendezú trajo a colación la muerte, a los 31 años de edad, de Abraham Valdelomar, concordando, medio en broma medio en serio, con Alberto Hidalgo, quien había consignado la versión de la muerte del escritor iqueño asegurando que cayó en un silo séptico en Ayacucho. Paco hablaba mostrando cebollas, pan y jamón entre sus dientes.
Sí señores, el dandy, que solía visitar los más encumbrados lugares de la ciudad vestido enteramente de blanco, murió enmierdado.
Lo miré. Y seguí mirándolo cuando citó a Hidalgo. Entonces recordó pasajes del libro De muertos heridos y contusos. No prescindió de la versión de Manuel Miguel de Priego, pero la contrastó: el escritor salió del hotel ayacuchano Bolognesi, presumiblemente para inyectarse “una sustancia” (todos concuerdan en que Valdelomar era opiómano y morfinómano), pidiendo permiso a los asistentes a una cena de gala que ofrecía el Coronel Bonilla. Según de Priego, se habría dirigido a las escaleras, seguido de cerca por su inseparable Artemio Pacheco, —especie de secretario personal—. En esas, y debido a la oscuridad habría rodado al pisar en falso.
Paco fustigó el detalle:
Si Pacheco lo siguió y lo vio caer ¿por qué no fue capaz de auxiliarlo?
La versión oficial —que también defienden de Priego, César Miró, Luis Alberto Sánchez y otros— dice que lo encontraron horas después, quejándose de dolores indecibles. Se había roto la columna.
Paco insiste:
En la gélida madrugada ayacuchana, ¿cómo logró Valdelomar soportar dolores indecibles en la columna, además del extremo frío, sin gritar? Es de no creer.
Ciertamente Paco se oye convincente. A mis veintidós, el morbo y el deslumbramiento parecen ser lo mismo.
Años después leí que Marco Aurelio Denegri defendió, incluso en cartas abiertas, la tesis de de Priego, aplicando la lógica de que ninguno de sus biógrafos consigna el hecho del enmierdamiento. “Salvo mejor parecer”, precisa Denegri. Y sospecho que mejor parecer puede ser el de Paco Bendezú, aunque para ser neutrales, ni la versión de Hidalgo, ni la oficial de de Priego y otros son comprobables. Ningún testigo presencial. Todo de oídas. A iguales suposiciones, iguales conclusiones.
La versión de Hidalgo adolece de eso. Dice que recibió cartas. También que el escritor Luis Góngora le contó. Puros trascendidos, arguyo. Paco menea la cabeza mientras bebe su trago. De Priego tiene también sus vacuidades. Ahí el problema es Pacheco. “En circunstancia semejante, suele acompañarlo un personaje que funge como su secretario y, en esa calidad, ha llegado con él a casi todas las ciudades y pueblos donde nuestro escritor ha dictado conferencias. Se llama Artemio Pacheco, es una suerte de efebo y definitivamente una sombra perpetua. No se sabe, sin embargo, si esta vez, cuando Valdelomar sale del comedor de la segunda planta del Hotel Bolognesi, Pacheco va con él o le sigue los pasos. Transcurrieron algunas horas antes de que se le encontrara, quejumbroso, con la columna vertebral fracturada y dolores insoportables.” (Págs. 434, 435).
Lo mismo da si va con él o le sigue los pasos ¿Por qué Pacheco no pide auxilio de inmediato?. Paco refunfuña.
Dice Szyszlo en su libro, que él mismo fue hasta Ayacucho donde le señalaron el lugar donde su tío se cayó.
Paco vuelve a Hidalgo, quien acusa de “menguado, sórdido y mojigato" al periodismo, para insistir que hicieron lo posible para ocultar la verdad acerca de la muerte de Valdelomar; “han creído, repito, los amigos póstumos de Valdelomar (aquellos no lo fueron en vida del escritor: le han nacido frente al ataúd y la mortaja, ante los cirios lánguidos y los crespones de luto) que le prestaban un servicio ocultando la forma de su muerte. Se dijo al público que el pobre había rodado de la escalera de un hotel, en Ayacucho, ciudad donde a la sazón se hallaba, inmiscuido ciertamente en poco honestos ajetreos políticos, habiendo el golpe, ocasionado su fallecimiento. Mentira. Por cartas particulares, recibidas con posterioridad a la noticia telegráfica, y luego confirmación por el joven escritor Luis Góngora, he tenido conocimiento de la verdad del suceso. Y bien: en uno de esos silos pestilentes, Abraham Valdelomar, que fue a satisfacer vulgares necesidades, encontró la muerte. Era él, antes que todo, un artista, un artista delicado, sutil, aristocrático. ¡Quién hubiera dicho que había de morir de manera tan inmunda! ¿No es esto como una trágica ironía del Destino?” (Págs 78 y 79).
Paco remarca que Hidalgo era amigo de Valdelomar.
Si su amigo -y admirador- Hidalgo lo dice, yo prefiero creer en los amigos.
Y concluye antes de echarse otra copa de pisco (una vez más, como en todas partes adonde se presenta, vuelve sobre su sentencia favorita: es incorrecto decir vuelvo a repetir, porque volver y repetir es redundante). Repito: El dandy Valdelomar, siempre de un blanco impecable e irrefutable, murió enmierdado. En un pozo séptico, en una letrina, revuelto en excrementos.
Dice Szyszlo que “todos los biógrafos de Valdelomar desmintieron la patraña (de Hidalgo y) de los que lo odiaban (a Valdelomar, claro) por su actitud mundana, sus desplantes, su rebeldía que lindaba con la provocación". Y concluye que aún en estos tiempos (La vida sin dueño fue publicada en junio de 2017) “todavía se sigue contando esa infame leyenda”. Las leyendas absurdas no duran mucho, pienso. Esta lleva ya casi 99 años. Alguna razón hay que otorgarle.
Unas horas después de la muerte de Szyszlo, (tras un apartado pedacito de espejo roto relumbra, Szyszlo dixit), aparece Paco Bendezú contándome con variopintos detalles la desdichada muerte de Valdelomar, más de treinta años después de aquella noche entre amigos, piscos y butifarras. No voy a negar que me seduce tomar partido por la versión de Hidalgo. Y tampoco puedo dejar de pensar en la extraña conexión entre los destinos finales de Valdelomar y el de su sobrino de Szyszlo.
Bibliografía:
La vida sin dueño, Fernando de Szyszlo, Editorial Alfaguara.
De muertos, heridos y contusos, Alberto Hidalgo. Editorial América de Madrid, Buenos Aires, 1920.
Valdelomar. El Conde Plebeyo. Biografía, Manuel Miguel de Priego. Fondo Editorial del Congreso del Perú. Lima-2000.
La muerte del Conde - Caretas No. 1788, Comentario de Marco Aurelio Denegri, 4/09/2003, Sección “Nos escriben… y contestamos” .
viernes, 12 de enero de 2018
LA OTRA REPÚBLICA DOMINICANA (Fragmento)
Escribe: Rogger Alzamora Quijano
Cuando busqué un lugar tranquilo y apropiado para corregir un libro, me sorprendió ver fotografías de Juan Dolio. Como mucha gente siempre asocié inconscientemente República Dominicana con Punta Cana. Prefiero evitar lugares demasiado turísticos y las playas per se. Fue así como propuse Juan Dolio para ser punto de reunión entre el autor del libro, el traductor y yo, convencido por Tripadvisor. Me pareció que sería el lugar perfecto para la misión. Santo Domingo está lleno de lugares encantadores, buena parte de ellos en la costa menos accesible: Puerto Plata, Nagua y Samana. Un poco lejos para nosotros, que debíamos ganarle tiempo al tiempo.
Arribé al aeropuerto Las Américas a medianoche. Pequeño, en relación a otros de la región, lucía casi desierto, pero con una temperatura agradable. Me recogió Carlos en su minivan. Cincuenta minutos más tarde nos desviábamos desde la Autopista Las Américas hacia la derecha, por un breve y polvoriento camino, rumbo a Juan Dolio. Algunas edificaciones que luego de su auge y fracaso se están volviendo a emprender entre los resorts tipo Barceló, Hemingway, Costa del Sol, Sun Village, Guabaverry, etc, se alzaban, igual que el blanquísimo complejo de tres edificios, de unos quince pisos cada uno, en el Boulevard de Juan Dolio: Condominio Marbella. Carlos se detuvo en la puerta del número tres. Me acompañó hasta el piso nueve. De los tres era el primero en llegar. En la sala estaba somnoliento monsieur Laurent, un francés afincado en Santo Domingo, propietario de un par de apartamentos en este complejo. Mi contratante ya había coordinado todo con él, así que Laurent se limitó a darme la bienvenida y entregarme las llaves. Una vez solo, recorrí las amplias habitaciones y la terraza. Enfrente, un tranquilo Mar Caribe en nocturno esplendor. Todavía tenía en las manos el inventario de muebles y las reglas de convivencia del condominio. No era mi asunto, así que lo dejé sobre la mesa y salí a la terraza y me senté a fumar.
Después de seis de los nueve días que estaría en el país trabajando a horario completo, terminamos la tarea. Por las noches, indefectiblemente bajábamos a tomar un trago en Coco's Bar y a ganar el mar o la piscina, ambas tibias y deliciosas. Por las mañana me levantaba antes de las seis para trotar un poco por los predios aledaños. El día siete fuimos los tres a Santo Domingo en un taxi. La primera impresión fue la misma que estoy seguro tuvieron los hombres de Colón: un lugar precioso, mucho calor y excesiva humedad. El Parque Colón, Plaza de la Catedral o Plaza Mayor, atiborrada de frondosos árboles y restaurantes deja ver una esquina para la Catedral, viejísima y acondicionada con vidrios -para evitar a los fieles el suplicio del excesivo calor durante los oficios-. La vieja Catedral es fabulosa. Unos pasos a la izquierda, en el malecón del Río Ozama está, se dice, la Ceiba de Colón, el legendario árbol donde el aventurero habría atado sus carabelas. La Zona Colonial de Santo Domingo es indudablemente lo mejor que vimos. El Alcázar de Colón, el Museo de las Casas Reales, las calles El Conde y Las Damas, entre otros atractivos sumaron nuestra experiencia. Alguien nos sugirió ir al malecón para almorzar. La vista desde el restaurante Adrian Tropical es tan hermosa que hasta se esfuman las ganas de comer. En estos restaurantes turísticos el objetivo es el dinero del turista. Me bastó un recio mofongo, que no terminé. Pero nos gastamos dos horas en beber unas cuantas rondas de Néctar Caribe y Vodka Tropical. Al filo de las seis, decidimos regresar al centro. Tras ,una breve caminata tomamos un taxi de regreso a Juan Dolio. Esa noche, el autor del libro el y traductor emprendieron el retorno. Yo me quedé un par de días más.
Al día siguiente me alisté para ir a San Pedro de Macorís. Caminé dos kilómetros hasta la autopista, sin hacer caso de un hombre que me recomendó llevar paraguas. Craso error. La tormenta se desató antes que yo abordara el autobús. Ha sido una de las pocas veces que usar, como prefiero siempre, transporte público me jugó una mala pasada. El conductor, con la complicidad (o pasividad, da igual) de los pasajeros-testigos, terminó por timarme. Aprovechó que estaba más incómodo por mi ropa mojada y el sauna que se vivía dentro, que acabó cobrándome el equivalente a cinco dólares por un boleto, que en realidad cuesta uno. No fue todo: ya en San Pedro cometí otro error. Siguiendo la sugerencia de una página web, comencé visitando el Mercado Municipal: territorio de la sanguaza y las moscas y bichos que prefiero no describir, el desorden, el caos, que empeoró con el diluvio que discurría barroso por sus apocalípticos pasadizos.
Cuando por fin me senté en la terraza de mi ocasional palacete, en Juan Dolio, mientras aguardaba una nueva tormenta, tenía en mi balance mil razones para volver a Juan Dolio y República Dominicana, y una sola que no repetiré: el Mercado Municipal de San Pedro de Macorís.
Después de entregar las llaves a Laurent, me senté a esperar con un trago y unos cigarros, el que sería el conmovedor amanecer verde absoluto.
De: CUADERNO DEAMBULANTE Derechos Reservados Copyright © 2017 de Rogger Alzamora Quijano