viernes, 29 de julio de 2016

ENTRE FRIDA KAHLO Y LOLA OLMEDO



Escribe: Rogger Alzamora Quijano


El tren ligero también es gratis. Me entero en la “taquilla”. Es un día de suerte, a pesar que para entrar en el gris y breve vagón hay que lucharla. Cuando llego a Xochimilco son las nueve y media, tiempo de sobra para irme caminando con el aire fresco. Veinte minutos después estoy ante la puerta del Museo Dolores Olmedo. Tomo un parasol en la entrada y me voy a recorrer por tercera vez. El ecléctico paisaje se abre a mis ojos. Diego me mira con igual asombro desde su póster gigante en la pared de la capilla. Un paso, dos, y antes del tercero, el libro de Poniatowska me pone la entrometida revolución que le dio y quitó. Diego, su personalidad inquieta, aparente y selectivamente superficial. Caminar por ese sendero de unos trescientos metros son la necesaria puerta para un mundo que reúne muchas preguntas y por cierto no poco morbo. Para comenzar, implica también irse de bruces contra algún garboso pavo real que parece haber sido destinado a la misión de posar para los turistas que se asombran con la belleza del animal y con su desparpajo. Por un momento pierdo la pista de la Beloff y la encrucijada de perdonar o no a un Diego que se fue prometiendo oro y moro para después enviar mudos sobres con dinero “Y el amor es más amor cuando se es pobre y oscuro”. Mientras pienso en ello escucho graznidos de uno y otro lado del inmenso parque que parece esta casa con retazos de jardines de postal. Y se ve tan apacible como hace tres años. Un parque kitsch o un campo de golf con reminiscencias de Niklaus. Dolores -que de doliente sólo tenía el nombre, porque parece fue más afortunada que ustedes, amables lectores, y yo- llamó La Noria a este refugio que todavía dispensa alimento para el espíritu.
Me alejo de las simplezas y de los turistas a quienes he fotografiado de buena gana y premura. Los pavos se sacuden mientras discurro hacia el patio posterior bajo una fastuosa enramada. Sobre la izquierda me mira una escultura de Diego. Su cabeza color cemento parece estar viva, de no ser porque yace sobre un pedestal ínfimo. Lo miro. Pienso en Frida, gran traductora del espíritu azteca; la enrazada indo-europea que desparramaba ante nuestros ojos sus venas, su cerebro, sus sentimientos, su soledad (intentando) "ahogar mis dolores pero aprendiendo a nadar”.
Y Diego, tan él. Soberbio como su cabeza color cemento, sereno como sus ojos lánguidos, "jugando a ser el marido de muchas pero sin serlo de nadie" (Frida dixit). Puedo ver que Frida y Lola fueron las dos mujeres más importantes en la vida de Diego. Es inevitable poner a los tres en un mismo cuadro. Es tiempo de creer en lo que sostengo. Parece tener sentido ese complejo entramado que construyeron los tres. He venido a esto. A desmadejarlo. A discernir. 

En casa de Dolores las trazas de arte se multiplican como los tonos de verde. Diego se abre por los cuatro senderos, los del Maestro Almendro. Pero no está solo. Es Frida que disputa a Diego la supremacía sobre este recinto, como en otros. Todo Diego es Frida. Y toda Lola es Diego. La bella mecenas así lo quiso. Lo implantó en su propia vida, llena de Diego, aunque este y Frida estuviesen obsesionados por sostener su dependencia.   

He terminado de mirar a los ojos a Diego y me dirijo hacia el fondo, un simpático museo de recorrido semicircular dedicado a la cultura azteca y mesoamericana. No me atrapa. Salgo al lado opuesto. Es corto e interesante sí, y me lleva la blanca extremidad. En la sala que hoy luce vacía había hace tres años un precioso altar de muertos que dejaba planear unas moradas cintas hasta casi la puerta. Y afuera, en el pasadizo, un colorido “árbol de la vida” que hoy tampoco está. “Arbol de la esperanza, mantente firme”. Aquí falta Frida. Hoy no está. Su muestra anda por Europa, dicen. Con Frida ausente parezco estar definitivamente más claro. Trepo hacia la capilla desde cuya cima se balancean los ojos de Diego. Paso de largo, como antes. Y ni sé si está abierta al público. Es vez de eso, el simpático “Chocolate” responde a mi infalible llamado perruno. Viene hacia mí y quiere saltar sobre el verde cerco. Marcos, su amo, viene también. Le pregunto acerca de las costumbres de estos xoloitzcuintle tan parecidos a los perros peruanos sin pelo. Me cuenta sus características mientras me deja acariciarlo. “Chocolate” es afortunado, pienso. Él y los demás parecen haberse acostumbrado a la escultura que muestra a dos de estos xolos en tamaño real, porque los huelen, merodean y retozan alrededor.

Cuando yo nací, Frida había muerto. Quizá por eso su nombre siempre me sonó más que otros nombres de mujer. Diego apareció después, con mi búsqueda del color. Cuando a mi pequeño pueblo, escondido en los andes peruanos, llegaba alguna revista o nota periodística acerca del maestro, yo me quedaba mirando las fotografías de sus murales, que recortaba y pegaba en la especie de collage sobre mi escritorio, junto a Vallejo, Machado, Dalí, Teófilo Cubillas, Grace de Mónaco, Ricardo Duarte y Perico León. 

Aquí leo un mensaje de Dolores acerca de compartir lo que se tiene. Entro. Voy a tratar de encontrar al Diego de mis suspicacias. Paso muy rápido la sala de fotografías de Pablo O’Higgins y su testimonio de la cotidianidad pueblerina. Aún más raudo cruzo la sala dedicada a Angelina Beloff. De ella me detiene “El Bebedero”. Enseguida, un poco de las piezas arqueológicas mexicanas y otro poco de Dolores: un muestrario de opulencia que no me seduce. Sí a una dama, quien recibe una firme llamada de atención por cruzar la valla de seguridad.

Ahora mi conclusión: no creo que entre Phillips y Diego hubiese solamente un malentendido a causa del desnudo a carbón dedicado: “A Lola Olmedo”, que -se dice- fue devuelto a Diego "obligada" por su marido. Si de malentendido se tratara, sería el que hasta hoy nos provoca Lola, al escribir en el mismo papel: “Devuelvo esto porque soy convencida de que no fueron ofrecidas de buena fe”. No me parece casual el uso del verbo ser. No era Lola alguien que gratuitamente confundiera los verbos ser y estar sin que se notara. Esto parece más un señuelo para Diego. Un códice que Phillips no sospecharía. Era guapa Dolores y no fue coincidencia que en aquellos tiempos Diego estaba evidentemente distanciado de Frida. Lola quiso devolver el carbón para no enfurecer a su marido, pero también para dejar a salvo de su ira el papel y salvarlo de la destrucción. Y fue así como escribió aquél mensaje cifrado que, estaba segura, Diego sí entendería. Y no tengo dudas de que así fue. 

Quedo absorto mirando los óleos de Diego. Su manejo del pincel es magistral. Sus trazos que parecen simples de tan complejos que son. Más de 50 obras que tomó cinco horas, mientras terminaba de deducir aquél extraño triángulo que nunca fue desvelado. Como pie de página dejo los aspectos técnicos de telas y murales de aquél oscilante Diego Rivera. 



Derechos reservados Copyright © 2016 de Rogger Alzamora Quijano

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