Aija, 1988 (Foto de Rogger Alzamora Quijano)
Calles estrechas, sol y silencio,
plenitud por doquier, jolgorio.
Sápidas fumaradas a mediodía.
En Aija onírica la mínima caminata era deleite.
El verde brumoso un trozo elíseo
sobre los adobes de la ciudad erudita.
¡Qué estropicios juveniles, qué aventuras gloriosas!
¡Qué aventuras enmarañadas las de entonces!
¡Qué tiempos de pañar ullmas entre los quenuales!
Primaveras de verdes encajes y rubio trigo.
Violetas flor de papa las faldas de la breve Anquilta.
Así llegaban las lluvias tras un preludio neblina.
La escuela se aligeraba y los adioses de temporada
se borraban con la risa navideña y los juguetes nuevos.
En Aija onírica vivir era deleite.
DE: versos conversos Copyright © 2013 de Rogger Alzamora Quijano
jueves, 31 de octubre de 2013
viernes, 25 de octubre de 2013
EN CURA DE AUSENCIA
Quedan tus ojos topacio para mi vacío
Alguna pradera sin tus brazos
Alguna comarca sin nombre
Los recuerdos persisten
Los libros invitan poco y menos
Apenas un par de amigos
Y una canción que menoscaba mi cordura
La casa el alba las flores la hoguera la cama
La urgencia tus brazos tu sexo
El acervo que en mis bolsillos llevo
La perenne ternura esperando
Tu vigencia insoslayable
Y también tus agravios gratuitos.
DE: versos conversos Derechos Reservados Copyright © 2013 de Rogger Alzamora Quijano
domingo, 20 de octubre de 2013
OCTUBRE EN LIMA ES MORADO Y PARCO
Octubre en Lima es morado y parco.
Este octubre en Lima es morado parco y ajeno.
Se respira incienso se elevan plegarias pero
la Lima de octubre es un desierto morado vacuo silencioso
donde aguardo al Nazareno de todos que a mí me falta
y sufro de nostalgias que las plegarias no curan.
¿De qué me sirven cirios y aromas? ¿De qué incienso y promesas?
Soy carne de abandono. La excluida luz que ya no importa.
Este octubre soy un feligrés contrito
que te busca en la multitud de fieles penitentes
implorando al Hacedor lo hasta para Él imposible.
Un acólito que venera tus huellas y se hunde en ausencia.
Cofrade en octubre morado parco y ajeno
el último cien mil de los devotos
el vuelo gris de los sahumerios.
DE: versos conversos Derechos Reservados Copyright © 2013 de Rogger Alzamora Quijano
lunes, 14 de octubre de 2013
CANCIÓN INÚTIL
El tiempo dulcifica los recuerdos
y maquilla la desdicha.
El silencio encubre la tragedia Meditango.
El olvido no puede.
La piel guarda rescoldos disturbios deleites
retornos sensaciones.
El tiempo pasa y destruye la canción
sinsabor del hechizo.
DE: versos conversos Derechos Reservados Copyright © 2013 de Rogger Alzamora Quijano
jueves, 10 de octubre de 2013
ALICE MUNRO, PREMIO NOBEL DE LITERATURA 2013
Escribe: Rogger Alzamora Quijano
EL RELATO CORTO EN LA CIMA
Alice Ann Munro (Ontario, Canadá, 1931) fue galardonada este jueves con el Premio Nobel de Literatura 2013.
La canadiense, reconocida narradora en lengua inglesa, había sido ya encumbrada como finalista del Premio Príncipe de Asturias de 2011 que ganara Leonard Cohen. Munro es considerada maestra del relato corto contemporáneo "basado en la claridad y el realismo psicológico". No solamente se trata de la primera canadiense que gana el premio de la Academia Sueca, sino también representa brillantemente un género que está ahora -y gracias también a Munro- colocado en la cima de las letras.
Entre sus obras destacan:
Something I’ve Been Meaning to Tell You (1974).
The Love of a Good Woman, 1998 y 2009.
Hateship, Friendship, Courtship, Loveship, Marriage, 2001 y 2007.
Too Much Happiness, 2009 y 2010.
Es una escritora todavía por descubrir especialmente en este lado del mundo, pero esa condición no durará mucho.
Comparto uno de sus deliciosos relatos:
DIMENSIONES
Por: Alice Ann Munro
Doree tenía que coger tres autobuses, uno hasta Kincardine, donde esperaba el de London, donde volvía a esperar el autobús urbano que la llevaba a las instalaciones. Empezaba la excursión el domingo a las nueve de la mañana. Debido a los ratos de espera entre un autobús y otro eran casi las dos de la tarde cuando había recorrido los ciento sesenta y pocos kilómetros. Sentarse en los autobuses o en las terminales no le importaba. Su trabajo cotidiano no era de los de estar sentada. Era camarera del Blue Spruce Inn. Fregaba baños, hacía y deshacía camas, pasaba la aspiradora por las alfombras y limpiaba espejos. Le gustaba el trabajo, le mantenía la cabeza ocupada hasta cierto punto y acababa tan agotada que por la noche podía dormir. Rara vez se encontraba con un auténtico desastre, aunque algunas de las mujeres con las que trabajaba contaban historias de las que ponen los pelos de punta. Esas mujeres eran mayores que ella y pensaban que Doree debía intentar mejorar un poco. Le decían que debía prepararse para un trabajo cara al público mientras fuera joven y tuviera buena presencia. Pero ella se conformaba con lo que hacía. No quería tener que hablar con la gente.
Ninguna de las personas con las que trabajaba sabía qué había pasado. O, si lo sabían, no lo daban a entender. Su fotografía había aparecido en los periódicos, la foto que él había hecho, con ella y los tres niños: el recién nacido, Dimitri, en sus brazos, y Barbara Ann y Sasha a cada lado, mirándolo. Entonces tenía el pelo largo, castaño y ondulado, con rizo y color naturales, como le gustaba a él, y la cara con expresión dulce y tímida, que reflejaba menos cómo era ella que cómo quería verla él.
Desde entonces llevaba el pelo muy corto, teñido y alisado, y había adelgazado mucho. Y ahora la llamaban por su segundo nombre, Fleur. Además, el trabajo que le habían encontrado estaba en un pueblo bastante alejado de donde vivía antes.
Era la tercera vez que hacía la excursión. Las dos primeras, él se había negado a verla. Si se negaba otra vez, ella dejaría de intentarlo. Aunque aceptara verla, a lo mejor no volvería durante una temporada.
No quería pasarse. En realidad, no sabía qué haría.
En el primer autobús no estaba muy preocupada; se limitaba a mirar el paisaje. Se había criado en la costa, donde existía lo que llamaban primavera, pero aquí el invierno daba paso casi sin solución de continuidad al verano. Un mes antes había nieve, y de repente hacía calor como para ir en manga corta. En el campo había charcos deslumbrantes, y la luz del sol se derramaba entre las ramas desnudas.
En el segundo autobús empezó a ponerse un poco nerviosa, y le dio por intentar adivinar qué mujeres se dirigían al mismo sitio. Eran mujeres solas, por lo general vestidas con cierto esmero, quizá para aparentar que iban a la iglesia. Las mayores tenían aspecto de asistir a iglesias estrictas, anticuadas, donde había que llevar falda, medias y sombrero o algo en la cabeza, mientras que las más jóvenes podrían haber formado parte de una hermandad más animada, que permitía los trajes pantalón, los pañuelos de vivos colores, los pendientes y los
cardados.
Doree no encajaba en ninguna de las dos categorías. Durante el año y medio que llevaba trabajando no se había comprado ropa. En el trabajo llevaba el uniforme, y en los demás sitios, vaqueros. Había dejado de maquillarse porque él no se lo consentía, y ahora, aunque podría hacerlo, no lo hacía. El pelo de punta de color maíz no pegaba con su cara lavada y huesuda, pero no importaba.
En el tercer autobús encontró un asiento junto a la ventanilla e intentó mantener la calma leyendo los rótulos, los de los anuncios y los de las calles. Tenía un truco para mantener la cabeza ocupada.
Cogía las letras de cualquier palabra en la que se fijara e intentaba ver cuántas palabras nuevas podía formar con ellas. De «cafetería», por ejemplo, le salían «te», «té», «fea», «cara», «cafre», «rifa», «cate» y…, un momento…, «aire». Las palabras no escaseaban a la salida de la
ciudad, pues el autobús pasaba por delante de vallas publicitarias, tiendas gigantescas, aparcamientos e incluso globos amarrados a los tejados con anuncios de rebajas.
Doree no le había hablado a la señora Sands de sus dos últimas tentativas y probablemente tampoco le hablaría de esta. Según la señora Sands, a quien veía los lunes por la tarde, había que seguir adelante, aunque llevara tiempo, sin forzar las cosas. Ella decía que lo estaba haciendo bien, que estaba descubriendo poco a poco su propia fortaleza.
—Ya sé que te dan ganas de matar a quien te dice esas palabras, pero es verdad —dijo.
Se sonrojó al oírse decir aquello, «matar», pero no quiso empeorarlo disculpándose.
Cuando Doree tenía dieciséis años —de eso hacía siete— iba a ver a su madre al hospital todos los días al salir del colegio. Su madre se recuperaba de una operación en la espalda, que al parecer era grave pero no peligrosa. Lloyd era celador. Tenía algo en común con la madre de Doree: los dos habían sido hippies, aunque Lloyd era unos años más joven. Siempre que tenía tiempo Lloyd entraba a charlar con ella sobre los conciertos y las manifestaciones de protesta
a los que habían asistido, la gente estrambótica que habían conocido, los viajes y colocones que los habían dejado hechos polvo y cosas así. Lloyd caía bien a los pacientes, por sus bromas y porque transmitía seguridad y fuerza. Era fornido, de hombros anchos, y lo suficientemente
serio para que a veces lo tomaran por médico. (No le hacía ninguna gracia; opinaba que gran parte de la medicina era una mentira y que muchos médicos eran unos gilipollas.) Tenía la piel rojiza y sensible, el pelo claro y la mirada insolente.
Un día besó a Doree en el ascensor y le dijo que era una flor en el desierto. Después se rió de lo que había dicho y añadió:
—¿Has visto lo original que puede llegar a ser uno?
—Es que eres poeta, pero no lo sabes —dijo Doree, por cortesía.
La madre de Doree murió una noche, de repente, de una embolia. Tenía muchas amigas, que habrían recogido a Doree —de hecho, se quedó con una de ellas una temporada—, pero ella prefería a su nuevo amigo, Lloyd. Antes de su siguiente cumpleaños estaba embarazada, y poco después casada. Lloyd no se había casado nunca, aunque tenía al menos dos hijos, de cuyo paradero no sabía gran cosa. De todos modos, ya serían mayores. Con la edad, Lloyd había adoptado otra filosofía de vida: creía en el matrimonio y en la fidelidad, pero no en el control de la natalidad. Y le pareció que la península de Sechelt, donde vivían Doree y él, estaba en aquella época demasiado llena de gente: viejos amigos, viejas maneras de vivir, antiguas amantes. Al poco Doree y él se trasladaron a la otra punta del país, a un pueblo que eligieron por el nombre mirando un mapa: Mildmay. No se instalaron en el pueblo; alquilaron una casa en el campo. Lloyd encontró trabajo en una fábrica de helados. Plantaron un jardín. Lloyd sabía mucho de jardinería; también de carpintería, y de cómo encender una estufa de leña y mantener bien un coche viejo.
Nació Sasha.
—Es muy natural —comentó la señora Sands.
—¿Sí? —dijo Doree.
Doree siempre se sentaba en una silla de respaldo recto ante una mesa, no en el sofá, con tapicería de flores y cojines. La señora Sands movió su silla hacia un lado de la mesa, para poder hablar sin ninguna barrera entre las dos.
—Casi me lo esperaba —dijo—. Creo que yo a lo mejor habría hecho lo mismo en tu lugar.
La señora Sands no habría dicho eso al principio. Hace un año, sin ir más lejos, habría sido más prudente, consciente de que Doree se habría sublevado ante la idea de que alguien, algún ser viviente, pudiera ponerse en su lugar. Ahora sabía que Doree se lo tomaría como una manera, una manera humilde incluso, de intentar comprender.
La señora Sands no era como algunas de las demás. No era dinámica, ni delgada, ni guapa. Ni tampoco demasiado mayor. Tenía más o menos la edad que tendría la madre de Doree, pero no el aspecto de una antigua hippy. Llevaba el pelo entrecano muy corto y tenía una verruga en lo alto de un pómulo. Vestía zapatos planos, pantalones holgados y blusas de flores. Aunque fueran de color frambuesa o turquesa, las blusas no transmitían una verdadera preocupación por la ropa; más bien parecía que alguien le había dicho que tenía que arreglarse un poco y ella, obediente, había ido a comprarse algo que pensaba que podía servirle. La amable, impersonal y sincera sobriedad de
la señora Sands despojaba aquellas prendas de todo entusiasmo agresivo, de toda ofensa.
—Pues las dos primeras veces ni lo vi —dijo Doree—. No quiso salir.
—¿Y esta vez sí? ¿Salió?
—Sí, pero apenas lo reconocí.
—¿Había envejecido?
—Supongo. Supongo que ha adelgazado un poco. Y esa ropa. De uniforme. Nunca lo había visto así.
—¿Te pareció una persona diferente?
—No.
Doree se mordió el labio superior, intentando pensar cuál era la diferencia. Estaba tan quieto… Doree nunca lo había visto tan quieto. Ni siquiera pareció darse cuenta de que tenía que sentarse enfrente de ella. Lo primero que le dijo Doree fue: «¿No te vas a sentar?». Y él contestó: «¿Estará bien?».
—Parecía ausente —dijo Doree—. ¿Lo tendrán drogado?
—Quizá le dan algo para mantenerlo estable. Pero la verdad, no lo sé. ¿Entablaron una conversación?
Doree pensó si de verdad había sido una conversación. Le había hecho unas cuantas preguntas, normales, absurdas. ¿Qué tal estaba? (Bien.) ¿Le daban suficiente de comer? (Él creía que sí.) ¿Había algún sitio donde pudiera ir a pasear si le apetecía? (Con vigilancia, sí. Él suponía que podía decirse que era un sitio. Suponía que podía decirse que era pasear.)
—Tienes que tomar el aire —le dijo Doree.
—Es verdad —le dijo Lloyd.
Doree estuvo a punto de preguntarle si tenía amigos. Como le preguntas a tu hijo por el colegio. Como se lo preguntarías a tus hijos, si fueran al colegio.
—Sí, sí —dijo la señora Sands, empujando suavemente la oportuna
caja de kleenex.
A Doree no le hacía falta, tenía los ojos secos. El problema estaba en la boca del estómago. Las náuseas. La señora Sands se limitó a esperar. Era lo bastante lista para no meterse en más honduras.
Y, como si hubiese adivinado lo que Doree estaba a punto de decir, Lloyd le había contado que había un psiquiatra que iba a verlo para hablar con él cada dos por tres.
—Yo le digo que está perdiendo el tiempo —añadió Lloyd—. Yo sé tanto como él.
Fue el único momento en que a Doree le pareció que volvía a ser el de antes. Durante toda la visita el corazón le latió con fuerza. Pensó que igual se desmayaba o se moría. Le cuesta tanto trabajo mirarlo, encajar en su campo de visión a aquel hombre delgado y canoso, inseguro pero frío, que se mueve mecánicamente pero sin coordinación…No le había contado nada de eso a la señora Sands. La señora Sands podría haber preguntado —con mucho tacto— de quién tenía miedo. ¿De él o de sí misma? Pero Doree no tenía miedo. Cuando Sasha tenía un año y medio nació Barbara Ann, y cuando Barbara Ann tenía dos años, tuvieron a Dimitri. Habían elegido el nombre de Sasha entre los dos, y después hicieron un pacto: él elegiría los nombres de los niños y ella los de las niñas.
Dimitri fue el primero con cólicos. Doree pensó que a lo mejor no tenía suficiente leche, o que su leche no era lo bastante nutritiva. ¿O era demasiado nutritiva? Lloyd llevó a una señora de la Liga de La Leche para que hablara con Doree. Pase lo que pase, no le dé ningún biberón complementario, dijo la señora. Eso sería el principio del fin, porque dentro de poco el niño rechazaría el pecho.
No sabía la señora que Doree ya le estaba dando biberones complementarios. Y parecía verdad que el niño los prefería; cada día estaba más tiquismiquis con el pecho. Al cabo de tres meses solo tomaba biberón, y entonces ya no hubo forma de ocultárselo a Lloyd. Doree le dijo que se había quedado sin leche y que había tenido que empezar a darle el complemento. Lloyd le apretujó un pecho y después el otro con frenética determinación, y logró sacarle unas tristes gotitas de leche. La llamó mentirosa. Se pelearon. Él le dijo que era una puta, como su madre. Dijo que las hippies esas eran todas unas putas.
Pronto hicieron las paces. Pero siempre que Dimitri se quejaba de algo, o estaba resfriado, o le daba miedo el conejito que tenía algún niño por mascota, o cuando seguía agarrándose a las sillas a la
edad en que su hermano y su hermana ya andaban solos, salía a relucir el fracaso en lo de darle de mamar.
La primera vez que Doree fue al despacho de la señora Sands, una de las otras mujeres le dio un folleto. En la cubierta había una cruz dorada y varias palabras en morado y oro. «Cuando tu pérdida parece insufrible…» Dentro había una imagen de Jesucristo en colores pálidos y unos caracteres más menudos que Doree no llegó a leer.
Sentada ante la mesa, aferrando el folleto, Doree se echó a temblar. La señora Sands se lo tuvo que arrancar de la mano.
—¿Te lo ha dado alguien? —preguntó la señora Sands.
Doree dijo:
—Esa. —Y señaló con la cabeza la puerta cerrada.
—¿No te interesa?
—Cuando estás fatal es cuando intentan pillarte —dijo Doree, y entonces cayó en la cuenta de que era algo que había dicho su madre cuando fueron a verla al hospital unas señoras con un mensaje parecido—. Se creen que vas a ponerte de rodillas y que todo irá estupendamente.
La señora Sands suspiró.
—Bueno, en realidad no es tan sencillo —dijo.
—Ni siquiera posible —añadió Doree.
—Quizá no.
Nunca hablaban de Lloyd en aquellos días. Doree nunca pensaba en él, si podía evitarlo, y si no podía pensaba en él como si fuera un terrible accidente de la naturaleza.
—Aunque creyera en esas cosas —dijo, refiriéndose a lo que había en el folleto—, solo sería para…
Lo que quería decir era que creer en eso le resultaría muy práctico, pues así podría imaginarse a Lloyd ardiendo en el infierno o algo por el estilo, pero fue incapaz de continuar, porque le parecía una estupidez hablar de algo así. Y porque se lo impedía algo ya muy conocido, una especie de martilleo en la tripa.
Lloyd era partidario de que sus hijos estudiaran en casa. No por razones religiosas —como no creer en los dinosaurios, los hombres de las cavernas, los monos y todas esas cosas—, sino porque quería que estuvieran junto a sus padres y que se adentrasen en el mundo poco a poco y con cuidado, no que los lanzaran a él de golpe. «Es que da la casualidad de que pienso que son mi hijos —decía—. O sea, nuestros hijos, no los hijos del Departamento de Educación.»
Doree no estaba muy segura de poder manejar aquello, pero resulta que el Departamento de Educación tenía sus directrices y sus planes de estudios, que podían encontrarse en la escuela del pueblo. Sasha era un chico inteligente que prácticamente aprendió a leer solo, y los otros dos eran demasiado pequeños para aprender gran cosa. Por las noches y los fines de semana Lloyd le enseñaba a Sasha geografía, el sistema solar, la hibernación de los animales y cómo funciona un coche, tratando cada tema a medida que surgían las preguntas. Sasha enseguida se adelantó a los planes de estudios de la escuela, pero Doree iba a recogerlos de todos modos y lo ponía a hacer los ejercicios a tiempo para cumplir con la ley. Había otra madre del barrio que también educaba a los niños en casa. Se llamaba Maggie y tenía una furgoneta pequeña. Lloyd necesitaba el coche para ir a trabajar y Doree, que no había aprendido a conducir, se alegró cuando Maggie se ofreció a llevarla una vez a la semana para entregar los ejercicios terminados y recoger los nuevos. Naturalmente, se llevaban a todos los niños. Maggie tenía dos chicos. El mayor sufría tantas alergias que la madre tenía que vigilar estrechamente todo lo que comía; por eso le daba clase en casa. Y después Maggie pensó que el pequeño también podía quedarse allí. El niño quería estar con su hermano, y además tenía problemas de asma.
Qué agradecida se sintió Doree, al compararlos con los tres suyos, tan sanos. Lloyd decía que era porque los había tenido de joven, mientras que Maggie había esperado hasta llegar casi a la menopausia. Lloyd exageraba la edad de Maggie, pero era cierto que había esperado. Maggie era optometrista. Su marido y ella habían sido compañeros de trabajo y no tuvieron familia hasta que ella pudo dejar la consulta y encontraron una casa en el campo.
Maggie tenía el pelo entrecano, muy corto y pegado al cráneo. Era alta, de pecho plano, jovial y de ideas fijas. Lloyd la llamaba la Lesbi. Solo a sus espaldas, claro. Bromeaba con ella por teléfono pero a Doree le decía, solo moviendo los labios: «Es la Lesbi». A Doree no le importaba mucho, Lloyd llamaba lesbis a muchas mujeres, pero le daba miedo que a Maggie las bromas le parecieran demasiado amistosas, inoportunas o al menos una pérdida de tiempo.
DE: DEMASIADA FELICIDAD, Alice Munro, Editorial Lumen, 2010, 352 páginas.
martes, 8 de octubre de 2013
LEJANÍA
Lejos de serenos serenatas y crepúsculos,
escuela amigos envidia noches alcohol.
De amores y pactos confianza y desilusión.
De misas y de café. De calles deshabitadas.
De cirios dolor en la procesión de la vida.
De notorios desaciertos y pírricas victorias.
Lejos de humo lisonjas y traiciones,
saña oprobio dolores y rencores.
De gloria escolar y niñez apoteósica.
De lobos con piel de amigos traición soez.
De molinos gigantes y escueta mies.
Lejos de mi mundo cerca de mi tierra.
Del mar sabor brisa vaho prisa albricias.
Entre las calles Maravillas y La Victoria.
Lejos de huesos venas carne y sentencia.
DE: versos conversos Copyright © 2013 Rogger Alzamora Quijano
sábado, 5 de octubre de 2013
¿DONDE ESTÁS RULFO?
¿Dónde estás Rulfo?
¿Sobre la hamaca del desolado patio?
¿Tras el brindis de humo sabroso de tus tejados?
¿En mi Comala de calles secas y padre ausente?
Soy lo que soy y lo que me persigue.
La desolación que veo y toco.
El Macario cotidiano que me conmueve.
El jolgorio de los abrazos. El sillón de los desvaríos.
La tina del deleite. Las sábanas donde me prenden fuego.
Desayunos escasos y renuncias.
Apocalipsis media luz y despojos.
Metáforas de lo imposible.
DE: versos conversos Derechos ReservadosCopyright © 2013 de Rogger Alzamora Quijano
miércoles, 2 de octubre de 2013
MELODRAMA
Marchaban los sindicatos ¿recuerdas Ariana?
El caos en las calles me detuvo mientras tú
en el restaurante te atascabas entre rabia e impaciencia.
¿Qué nubló tus cielos aquel día, para que la promisoria cita terminara en desdicha?
De pronto estábamos en constelaciones distintas,
navegando en una fatal premonición.
Canjeamos abrazo por besos en las mejillas.
No ha pasado poco tiempo Ariana.
Para mí cada día ha sido un paso al vacío.
Voy a beber agua dijiste por respuesta.
¿Un trago? Agua, sólo agua.
Yo, un café. El adiós cancerbero.
Seguí tratando de detener la avalancha.
Me miraste desde tu pedestal.
Marchaban los sindicatos ¿recuerdas Ariana?
Cuando aún no terminabas de sentenciarme yo ya volaba sobre tu soberbia.
Mi silencio fue cortesía para el mesero antes de proceder.
Tenías que haberme deslumbrado con tu mirada,
aplastarme con tu tacto azul y subrepticio.
Poner mi vida a tus pies.
Fuiste generosa conmigo. Yo tampoco escatimé nada.
Esa vida feliz la perdimos en dieciséis semanas.
Cada silencio, cada desaire, cada actitud fueron puñaladas de adiós y desatino.
Mientras callabas yo te miraba.
Pestañas largas como plumas de Bennu.
Boca cornalina que invita al asombro. Talle sabroso.
Qué tardes épicas en los campos de Toscana.
Qué disfrute absoluto de árboles y madrugadas.
Lloviznas de tu aliento azucarado.
Jubilosas alas de tu risa monarca.
Aquél verano inverosímil y propicio donde
ocultos tras una aldea costera descubrimos emoción y pasión.
El amor perfecto.
Aquél verano de cuerdas de arena, brisa cómplice, gente modesta,
la ensenada, los cormoranes, la luz diamante, el abrazo del trepidante sol.
Y en otro mundo el gélido invierno a orillas del río,
el aire que congeló los recuerdos y las mustias fotografías,
la arcilla donde sellamos nuestro futuro,
la desfachatez de los petirrojos fisgones.
Y en el otro mundo el infinito azul con los aviones
convulsiona moribunda la quimera, la felicidad y el caos.
El disfrute y el tedio, los extremos dialécticos de la vida.
Los arpegios de nuestra música andina, los colores de mis lienzos y arquetipos,
nuestra soberanía sobre la comarca inhóspita,
en los bucólicos pagos de nuestros abuelos.
¿Cómo ignorar las furias y enconos que como galgos iban tras la liebre del amor perfecto?
¿Cómo hacernos sordos ante la música que duele y seguirá doliendo?
Tal vez colocando un velo sobre los recuerdos y así cada día seguir oscureciendo nuestra ubérrima historia,
o no dejando que nadie que nadie más advierta la sombría huella de nuestro infortunio.
Veremos cómo se acaban los tiempos en la orilla del mar del ensueño, o en el lago negro al pie de la montaña,
viudos de tacto, vestidos de luto.
Ariana, señera luna en las praderas esta noche:
aquella vez y junto a las flamas en ristre de los insurrectos,
nuestro amor palidecía anémico, taciturno, desahuciado.
Sólo tuvimos que intercambiar ironías en el vasto patio del amor desquiciado.
DE: versos conversos Derechos Reservados Copyright © 2013 Rogger Alzamora Quijano