martes, 25 de agosto de 2020
BORGES RESUMEN DE CONFERENCIAS - LA POESÍA
Jorge Luis Borges nació el 24 de agosto de 1899 en Buenos Aires.
Como parte de los homenajes por los 121 años de su nacimiento, estos fragmentos extraídos de sus memorables conferencias en distintos escenarios del mundo.
Cambiamos incesantemente y es dable afirmar que cada lectura de un libro, que cada relectura, cada recuerdo de esa relectura, renuevan el texto.
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El lenguaje es una creación estética. Creo que no hay ninguna duda de ello, y una prueba es que cuando estudiamos un idioma, cuando estamos obligados a ver las palabras de cerca, las sentimos hermosas o no. Al estudiar un idioma, uno ve las palabras con lupa, piensa esta palabra es fea, ésta es linda, ésta es pesada. Ello no ocurre con la lengua materna, donde las palabras no nos parecen aisladas del discurso.
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Cuando yo escribo algo, tengo la sensación de que ese algo preexiste. Parto de un concepto general; sé más o menos el principio y el fin, y luego voy descubriendo las partes intermedias; pero no tengo la sensación de inventarlas, no tengo la sensación de que dependan de mi arbitrio; las cosas son así. Son así, pero están escondidas y mi deber de poeta es encontrarlas.
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Cuando leemos un buen poema pensamos que también nosotros hubiéramos podido escribirlo; que ese poema preexistía en nosotros.
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Cuando mis estudiantes me pedían bibliografía yo les decía: “no importa la bibliografía; al fin de todo, Shakespeare no supo nada de bibliografía shakesperiana”. Johnson no pudo prever los libros que se escribirían sobre él. “¿Por qué no estudian directamente los textos? Si estos textos les agradan, bien; y si no les agradan, déjenlos, ya que la idea de la lectura obligatoria es una idea absurda tanto valdría hablar de felicidad obligatoria. Creo que la poesía es algo que se siente, y si ustedes no sienten la poesía, si no tienen sentimiento de belleza, si un relato no los lleva al deseo de saber qué ocurrió después, el autor no ha escrito para ustedes. Déjenlo de lado, que la literatura es bastante rica para ofrecerles algún autor digno de su atención, o indigno hoy de su atención y que leerán mañana”.
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Sentimos la poesía como sentimos la cercanía de una mujer, o como sentimos una montaña o una bahía. Si la sentimos inmediatamente, ¿a qué diluirla en otras palabras, que sin duda serán más débiles que nuestros sentimientos?
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He hablado de los idiomas y de lo injusto que es comparar un idioma con otro.
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Tengo para mí que la belleza es una sensación física, algo que sentimos con todo el cuerpo. No es el resultado de un juicio, no llegamos a ella por medio de reglas; sentimos la belleza o no la sentimos.
Borges, Jorge Luis - “La poesía”, conferencia dictada en el Teatro Coliseo de Buenos Aires el 13 de julio de 1977. Publicada en 1980 con el título Siete noches.
domingo, 23 de agosto de 2020
BORGES, RESUMEN DE CONFERENCIAS - ARTE POÉTICA
Jorge Luis Borges nació el 24 de agosto de 1899 en Buenos Aires.
Como parte de los homenajes por los 121 años de su nacimiento, estos fragmentos extraídos de sus memorables conferencias en distintos escenarios del mundo. Comenzamos con esta, ofrecida en la Universidad de Harvard.
ARTE POÉTICA
Es verdad que, cada vez que me he enfrentado a la página en blanco, he sabido que debía volver a descubrir la literatura por mí mismo. Pero de nada me vale el pasado. Así que, como he dicho, sólo puedo ofrecerles mis perplejidades. Tengo cerca de setenta años. He dedicado la mayor parte de mi vida a la literatura, y sólo puedo ofrecerles dudas.
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Pues ¿qué es un libro en sí mismo? Un libro es un objeto físico en un mundo de objetos físicos. Es un conjunto de símbolos muertos. Y entonces llega el lector adecuado, y las palabras -o, mejor, la poesía que ocultan las palabras, pues las palabras solas son meros símbolos-surgen a la vida, y asistimos a una resurrección del mundo.
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Quizá la verdadera emoción que yo extraía de los versos de Keats radicaba en aquel lejano instante de mi niñez en Buenos Aires cuando por primera vez oí a mi padre leerlos en voz alta. Y cuando la poesía, el lenguaje, no era sólo un medio para la comunicación sino que también podía ser una pasión y un placer: cuando tuve esa revelación, no creo que comprendiera las palabras, pero sentí que algo me sucedía. Y no sólo afectaba a mi inteligencia sino a todo mi ser, a mi carne y a mi sangre.
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Estoy orgulloso de ser un discípulo: un buen discípulo, espero y, cuando pienso en mi padre, cuando pienso en el gran escritor judeoespañol Rafael Cansinos-Asséns, cuando pienso en Macedonio Fernández, también me gustaría oír sus voces. Y alguna vez intento imitar con mi voz sus voces para intentar pensar lo que ellos hubieran pensado. Siempre los tengo cerca.
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Alguna vez, cuando miro los muchos libros que tengo en casa, siento que moriré antes de terminarlos, pero no puedo resistir la tentación de comprar nuevos libros. Siempre que voy a una librería y encuentro un libro sobre una de mis aficiones -por ejemplo, la antigua poesía inglesa o escandinava-; me digo: «Qué lástima que no pueda comprarme este libro, pues tengo ya un ejemplar en casa».
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El Corán está escrito en árabe, pero los musulmanes lo creen anterior al lenguaje. En efecto, he leído que no consideran el Corán una obra de Dios sino un atributo de Dios, como lo son Su justicia, Su misericordia y Su infinita sabiduría.
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Shaw dijo: "Creo que el Espíritu Santo no sólo ha escrito la Biblia, sino todos los libros». Es un tanto cruel, evidentemente, con el Espíritu Santo, pero supongo que todos los libros merecen ser leídos. Esto es, creo, lo que Homero quería decir cuando hablaba a la musa. Y esto es lo que los judíos y Milton querían decir cuando se referían al Espíritu Santo cuyo templo es el recto y puro corazón de los hombres. Y en nuestra mitología, menos hermosa, nosotros hablamos del "yo subliminal», del "subconsciente». Estas palabras, evidentemente, son un tanto groseras cuando las comparamos con las musas o con el Espíritu Santo. Tenemos, sin embargo, que conformarnos con la mitología de nuestro tiempo. Pero las palabras significan esencialmente lo mismo.
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Pues el lenguaje cambia; los latinos lo sabían perfectamente. Y el lector también está cambiando. Esto nos recuerda la vieja metáfora de los griegos: la metáfora, o más bien la verdad, de que ningún hombre baja dos veces al mismo río. Creo que aquí existe un cierto miedo. En principio solemos pensar en el fluir del río. Pensamos: «Sí, el río permanece, pero el agua cambia». Luego, con una creciente sensación de temor, nos damos cuenta de que nosotros también estamos cambiando, de que somos tan mudables y evanescentes como el río.
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Aunque no sé si he sido un hombre especialmente feliz (¡tengo la esperanza de que seré feliz a la avanzada edad de sesenta y siete años!), sigo pensando que estamos rodeados de belleza.
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Una vez que lo he escrito, ese verso no hace que yo sea bueno, pues, como acabo de decir, ese verso lo he recibido del Espíritu Santo, del yo subliminal, o puede que de algún otro escritor. A menudo descubro que sólo estoy citando algo que leí hace tiempo, y entonces la lectura se convierte en un redescubrimiento. Quizá sea mejor que el poeta no tenga nombre.
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Puede que no estén ustedes de acuerdo con los ejemplos que he elegido. Quizá mañana se me ocurran ejemplos mejores, quizá piensen que debería haber citado otros versos. Pero, ya que pueden sus propios ejemplos, no tienen que preocuparse demasiado por Homero, los poetas anglosajones o Rossetti. Porque todo el mundo sabe dónde encontrar la poesía. Y, cuando aparece, uno siente el roce de la poesía, ese especial estremecimiento.
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Acabaré con una conferencia llamada «Credo de poeta», en la que intentaré justificar mi propia vida y la confianza que algunos de ustedes puedan depositar en mí, a pesar de esta primera conferencia torpe y titubeante.
Fragmentos extraídos de: Borges, Jorge Luis, Arte poética. Editorial Crítica. Barcelona, 2001. Pags. 15-35. (Seis conferencias sobre poesía pronunciadas en inglés en la Universidad de Harvard durante el curso 1967-1968)
viernes, 21 de agosto de 2020
EL PUENTE
Corrió media cuadra para alcanzar el autobús y lo logró. Desde arriba, me compadecí de ella. Pantalón violeta, blusa rosada, zapatos de taco, cartera negra y notoria premura. A esa hora, el paradero era un infierno. Más allá ya no había otro, hasta cruzar el extenso puente y todavía tres cuadras más abajo, en el Rímac. Ya dentro, comenzó a avanzar en medio del gentío, hasta que nuestras miradas se cruzaron como dos sables, pese a los vaivenes del bruto autobús.
No exagero, era la mujer más bella que he visto en mi vida. Aún hasta hoy, después de haber andado países y continentes y ver extrema belleza y garbo, para mí no hubo ni hay mujer que pueda comparar con Dana, bella entre las bellas. ¿Yo? No era el prototipo de príncipe azul. En aquél entonces estaba más preocupado por encontrar un lenguaje propio y convencido de que podía vivir en un mundo hostil para un escribidor, además anarquista. Por las mañanas vendía planes de sepelio para ganarme el pan y de cuatro a seis asistía al taller de poesía que dictaban en La Casona. Mi escuálida economía no me permitía lujos. Por eso dudé mucho en acercarme a Dana en el autobús. Involucrarme con una mujer no cabía en mi presupuesto. Mientras nos mirábamos sin tregua, yo rezaba para que se bajara pronto, en este paradero, en el próximo, en el siguiente. Y cada vez que el carro echaba a andar, volvía a contar a puro tacto las monedas que tenía en el bolsillo. Pagarle el pasaje significaría quedarme sin un centavo para mañana.
El autobús se fue quedando vacío pero igual, no nos sentamos. Seguimos mirándonos, ahora de muy cerca. A veces ella sonreía, a veces yo pero, aunque ruborizados, insistíamos. Ninguno estaba dispuesto a abandonar la contienda. Así llegamos al último paradero.
—¿Me permites pagar tu pasaje?
—No, gracias…
—Por favor…
Nos fuimos caminando. Hablamos de su vida difícil, de diosa venida a menos. Trabajaba como secretaria y asistenta en la joyería de su tío. Había perdido a sus padres y hermano en un accidente de automóvil y no tenía cuándo ver luz al final del túnel. Vivía con esos mismos tíos, tres calles más arriba de mi casa.
Nervioso e inseguro, yo me limitaba a mirar el camino, sus pisadas, sus zapatos negros, parte de sus piernas envueltas en aquél pantalón de tono violeta que ha teñido mi memoria. También iba mirando nuestras sombras, que por efecto de las luces de los postes se fundían en una sola, se alargaban, apartaban y volvían a fundirse. Cuando cruzamos la avenida, me apuré por invitarla a tomar un café, mañana a las siete. Aceptó, pero propuso que mejor a las seis y media, para ganar media hora. Cuando aún no me reponía de esta última sorpresa, llegamos a su casa. Me dio las gracias por haberle pagado el pasaje y entró. Yo me fui pleno de algarabía y aterrado por la magnitud del desafío.
Las siguientes tres semanas trabajé muy duro para poder pagar los cafés, cines, helados y pasajes de ambos. Pero era feliz. Despertaba, trabajaba, caminaba, almorzaba, siempre feliz. No tenía dinero, pero había recuperado el optimismo, la esperanza. Parecía que por fin iba a poder superar la peor etapa de mis cortos veinte años. Desde que Dana llegó a mi vida, todo volvió a cobrar sentido.
Una tarde, no pude ir a esperarla al paradero. Como nunca, no vender nada me empujó a un feroz remolino del que no pude salir. No cobré comisión. A las siete y minutos llegué al paradero. Dana no estaba. La esperé, hasta crucé el peligroso puente imaginando que me había ido a buscar al otro lado. Regresé. Seguí esperándola, hasta que dieron las nueve.
Al día siguiente era su cumpleaños. Esa mañana del dos de febrero, quizá debido a la presión de la urgencia, tampoco logré vender. Me armé de valor y pedí un adelanto, que mi jefe groseramente denegó: este es un negocio —dijo— no la beneficencia.
Llegué casi a las once de la noche a casa de su tía, con unas flores que había ido arrancando a lo largo de mi caminata. Abrió una señora en pijama -probablemente su tía-. Sudoroso, desarrapado, le pregunté por Dana mientras le mostraba mis flores. Hizo una mueca de desprecio y cerró la puerta sin decirme palabra.
Al día siguiente no fui a trabajar. Me agazapé tras su esquina, la busqué en la joyería, la esperé en el paradero. Nada. Y así cada noche, durante un año, en ese y todos los paraderos de la Avenida Tacna. Empecé a creer que no era real, pero ¿cuál de mis realidades estaba en cuestión, con o sin Dana?
Seis de siete noches sueño que Dana y yo cruzamos el puente. Que drogadictos y criminales nos miran, nos acorralan, nos atacan. A veces nos matan, otras despierto antes.
Fragmento extraído del libro: Y ENTONCES Derechos Reservados © 2020 de Rogger Alzamora Quijano
sábado, 8 de agosto de 2020
PRESAGIOS
La encontré furiosa, y más cuando se percató de que andaba amodorrado y con tufo a Ron Cartavio.
—Así no me vas a besar— amenazó, sin saber que estaba vaticinando el desenlace.
Se llamaba Élida. Era una morena seria, sabrosa, alta, delgada, de ojos marrones. Nos conocimos en el trabajo. Ella era secretaria, yo empleado administrativo. Nuestros escritorios estaban frente a frente y aunque por lo general nos esquivábamos, era imposible no toparnos algunas veces durante el día. Mi mala fama había corrido por cuenta de López, Chunga y Ríos, y todo debido a las continuas llamadas que Élida tenía que recibir antes de pasármelas. En un principio su actitud fue impertérrita, pero poco después pasó a ser hostil. Se dirigía a mí con monosílabos: "oiga", "tome", "llamada".
Una de las pocas veces que el Departamento de Personal en pleno se reunió, fue para celebrar el cumpleaños del gerente, señor Cisneros. Llegué tarde a la fiesta y, para disimularlo, apenas entré le pedí bailar a Nancy, la otra secretaria. Aceptó a regañadientes.
—¿Quién eres tú realmente, Sandro Martínez?— preguntó después de un minuto — No matas una mosca, pero dicen que eres un granuja.
Pensé que era una broma, pero cuando se detuvo y continuó encarándome, dejé mi estúpida sonrisa y le expliqué. Andaba huyendo de alguien que no aceptaba el fin de nuestra relación. Ah, y que no eran varias mujeres, sino una sola que me llamaba y se hacía pasar por varias.
—Pues eso díselo a Élida, porque está a punto de informar a Cisneros, a Herrera y hasta al mismo Teixidor, el Gerente General. Ya no puede más con tantas llamadas. Le quitan tiempo y no está haciendo bien su trabajo. Le han llamado la atención dos veces. Martínez, ponte las pilas porque te van a botar.
Le agradecí por el dato y por bailar conmigo, que en ese momento era bailar con la peste. Fui a tomar el toro por las astas.
Élida estaba sentada charlando con Diana, la secretaria de Gerencia.
—¿Me permites? Le extendí mi mano.
Me miró con estupor. Dudó. Buscó escapar, pero se encontró con los ojos de Nancy.
—Ely— le dijo —necesitas escucharle.
Salimos a la pista. Estaba nervioso y sin saber por dónde empezar.
Al final no fue una pieza, sino tres. Primero me disculpé por afectar su trabajo. Después le convencí de que no era un rufián como ella pensaba. La última salsa la disfrutamos sin hablar. Cuando terminó, y antes de que le pidiera seguir bailando, me dijo que tenía que irse. Faltaba poco para las once. Me ofrecí a acompañarla a tomar su taxi. Aceptó.
Afuera hacía un fresco agradable, así que caminamos hasta la esquina, seguimos otra esquina, otra, y así quince más. Hablamos de todo. De ella, de mí. Nunca hasta esa noche la había visto reírse a carcajadas. Media hora después llegamos a su casa.
Nos miramos sin decir palabra. Hice una venia y me di la vuelta.
—Llega temprano a la oficina, por una vez— le escuché decir.
—Ajá— respondí.
Antes de llegar a la esquina volví la vista. Estaba ahí, mirándome. Me hizo adiós con la mano y entró. Ya no regresé a la fiesta. Me fui caminando hasta mi casa con dos ideas en la cabeza.
Al día siguiente cité a Adela. Estaba decidido. Nos vimos en el café. Ella pidió helados y yo agua. Quería ser breve. Le expliqué por qué no había posibilidad de retomar nuestra relación. Había pasado un año, y en un año toda flama termina en cenizas. Compungida, aceptó. Al cabo de un rato salimos. Nos detuvimos para despedirnos, rompió en llanto. La abracé, para consolarla. Las cosas se calentaron, perdimos el control y acabamos en un hotel de por ahí.
Esa semana y las siguientes no recibí llamadas. Los días pasaron velozmente. Todo tiempo era insuficiente con Élida cerca. Los días siguientes fuimos tendiendo puentes. Nancy se dio cuenta de nuestras complicidades y predijo un romance.
Un sábado fui a casa de Élida. Al escuchar el timbre se asomó a la ventana y me pidió que la esperara un momento. Quince minutos estuve ahí, ensayando cuál sería la forma de exponer mis sentimientos sin que me rechazara apenas comenzar.
—¿Adónde vamos?
Buscamos un parque. Me detuve, le tomé la mano y le dije que la amaba. Élida ya lo esperaba.
Fui feliz a su lado. Era increíblemente natural y sencilla. La amé con todas mis fuerzas. Nos entregamos completamente y sin miedos. En la fábrica, se enteraron. Cisneros me llamó a su despacho para advertirme que cuidara mi trabajo.
Cinco meses después, la ya olvidada voz de Adela sonó al otro lado de la línea. Élida me transfirió la llamada sin disimular su molestia.
Adela fue breve. Estaba en la puerta de la fábrica.
—Solo será un par de minutos— traté de calmar a Élida.
Sí, fueron dos minutos. Adela estaba embarazada.
Esa noche busqué a Coco, le conté y se solidarizó emborrachándose conmigo. El sábado llamé a Élida para decirle que pasaría por su casa a las tres. Estaba enfadada. Yo no lograba controlar mi pulso, de tanto ron barato que había bebido.
— Así no me vas a besar— repitió, con una piadosa sonrisa.
Llegamos al Parque Kennedy. Eran las cinco. La miré profundamente y le conté toda la verdad. Ella no merecía un hombre con tantos problemas. Yo la amaba, pero no tenía derecho… Élida me interrumpió.
—¿Esa es tu noción de amor? No entiendo. Pero si has tomado tu decisión sin escucharme, no voy a esperar a que lo repitas.
Súbitamente estiró su mano, paró un taxi y se marchó, sin que yo pudiera hacer algo para detenerla.
Al día siguiente, renuncié al trabajo. Cisneros me escuchó.
— Lamento decir "te lo dije"— concluyó.
Fragmento extraído del libro: Y ENTONCES Derechos Reservados © 2020 de Rogger Alzamora Quijano