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martes, 16 de abril de 2019

LA BILLA DE ACERO (Fragmento)




Quería ser mi amigo en Facebook.

Vi su foto del perfil. Veinte años después había cambiado mucho. No pasaba desapercibida su nariz, grotescamente magullada, pero su expresión anodina seguía intacta. Me quedé mirándolo en la pantalla, ahora se llamaba Mauricio. Volví hasta aquella tarde de sábado, cuando el seis a cero que hasta hoy me lo reprocha Cory.

En aquél entonces lo llamábamos Pillo. Tenía trece años, un año más que yo. Era menudo, flaco, desaliñado, vivaz. Un maestro jugando a las canicas, y argolla, y ciria. Y cuanto juego se hubiese inventado. En el fulbito era, además de talentoso, un tipo malvado y mañoso. Así como te hacía presa de oprobiosas guachas, fintas y tacos, te pateaba soterradamente, te arañaba, te escupía, todo eso mientras te trabajaba a la boquilla.

Con diez años, Pillo era un viejo zorro de la vida. Podía estar todo el día sin comer, y ni hambre sentía. Todos íbamos y volvíamos de nuestras casas, pero él seguía allí, jugando y ganando. Tenía familia. Una familia donde él no cabía. La mamá lavaba ropa ajena en el río. La recuerdo: profundos ojos verdes agobiados por el cansancio, fuerte, alta, hermosa y silenciosa.

Mi madre me reprendía por llamarlo por su apodo y por juntarme con él "y los otros vagos". De todos modos, ella sentía compasión por Pillo. Cuando podía le invitaba algo: un bizcocho, un plátano, cualquier cosa. Él la miraba desconfiado, altanero, le recibía y se marchaba sin decir gracias.

Al caer la noche, vendía las canicas ganadas a los propios derrotados. Con ese dinero, iba a la tienda y se compraba una Coca Cola y lo que se le antojara.

Pillo tenía víctimas, no amigos. Yo le temía y admiraba, en igual proporción. Me ganó cientos de canicas de vidrio, pero nunca jamás mi billa de acero, reluciente, única y magnífica. No supo que existía. Ni él ni nadie. Yo la llevaba en mi bolsillo, la palpaba, sopesaba, acariciaba. Ya en mi casa, después de llegar de la escuela, la ponía sobre mi escritorio para admirar su brillo y distinción. Era mi riqueza y mi orgullo.

Aquella "tarde de sábado", nos reunimos para jugar un partido en el pampón del barrio. A falta de Windor, Pillo me ordenó ir al arco. Lo detesté por eso, pero era su equipo y fui a ubicarme bajo los tres palos.

La pelota iba y venía en una ajustada contienda. Pasada la media hora de juego, no se había movido el marcador. Fue entonces cuando, tras una volada que evitó el primer gol, me levanté envuelto en polvo. Requerí abundante agua para despejar mi vista, y cuando por fin pude ver, Pillo y tres más estaban en un extraño conciliábulo. Me miraban y sonreían. Intrigado, acudí. En las manos de Pillo relucía mi espléndida billa de acero.
Busqué mis bolsillos. No estaba.

—¡Es mía! grité.

Me miró con sorna.

Puso el balón en juego. Atónito, me quedé al borde del área. Lo seguí con la mirada, esperando a que también cayera para ir a por mi billa. Como es de suponer, llegaron los goles en mi desierta portería. Pillo no se daba por enterado. Impasible vio uno, dos, tres, cuatro goles. No era el mismo, desde que se apropió de mi billa. No me insultaba, como acostumbraba. Rehuía mi mirada. Ni pizca de rebeldía ante la derrota. Solo desdén y sarcasmo. Y desprecio. Y amenaza. Todo junto.

Entonces decidí atacarlo para recuperar mi billa por la fuerza. Cuando terminó el partido con un turbio seis a cero, corrí para sorprenderlo desprotegido. Lo logré. Nos revolvimos en el suelo. Y cuando creía que lograría meter mi mano en su bolsillo, sentí la avalancha de sus golpes. No necesitó más de dos minutos para reducirme y dejarme esparcido en medio de la cancha. Todos sabíamos cuán ducho era en la pelea. Hasta le había visto rematar a los caídos. A mí me dejó ahí, sin poder pararme. Se fue con los demás detrás, como sus súbditos.

Cory se enteró y, sin decirle a mamá, fue a asistirme, mientras me reprochaba mi osadía.

Salimos del pampón. Todavía ensangrentado, pude ver a Pillo parado en la esquina. No tuve miedo. Lo atacaría de nuevo. Pillo se adelantó con una expresión pacífica, desconocida en él.


—Te la juego.

Lo miré sin entender.

— Te la juego —volvió a decir—. Mi billa. Te la juego.

— Bien- dije.

Al fin y al cabo, era una oportunidad para recuperarla.

- ¿Y qué jugamos?- pregunté.

— Si yo pierdo te entrego la billa. Si pierdes tú, me llevo a tu hermana.



Le incrusté un puñetazo en la cara. Todos -me cuenta Cory- escucharon el inconfundible sonido de huesos rotos.

Más no recuerdo. Desperté en el hospital, con dos costillas fracturadas, algunos dientes movidos y los huevos hinchados de tanta patada que me dio en el suelo.

En fin, le he aceptado. Ya somos amigos en Facebook.



Derechos Reservados 2019 de Rogger Alzamora Quijano

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